Otoño_Doscaminos

Disimuladamente, como quien no quiere la cosa, el tiempo corría que se las pelaba y, por ello, estábamos avanzando ya por el penúltimo mes del año, el mes en el que el otoño alcanza entre nosotros su mayor esplendor. Habiendo dejado en la ciudad hasta entonces un cierto regusto dulzón, porque había caminado durante bastante tiempo por la senda de una cierta bonanza climatológica, con tardes de largos y agradables paseos. Con el añadido en ocasiones de las hojas a nuestros pies que, eso sí, habiendo llegado su hora, comenzaban a caer flácidas al suelo desde las copas y ramas de los árboles de los parques, jardines y demás paseos arbolados.

Pero aquella tarde, por contra, las fuertes rachas de un viento helador del norte hacían que realmente hiciese frío en la ciudad y que las gentes caminasen por la calle abrigadas quizás por primera vez en muchos días, cual si fuese pleno invierno.

Menos mal que las castañeras habían instalado ya sus habituales puestos en plena Calle Mayor, lugar céntrico de la ciudad y casi de obligado paso para el común de los ciudadanos, así como de gratificantes paseos de ida y vuelta durante las horas de asueto.

Así que María y yo no tardamos mucho en adquirir a una de estas castañeras un cucurucho de sus ricas y apetitosas castañas que, tras pasárnoslas de mano en mano para así conseguir algún calor extra que nos las calentase temporalmente; dimos buena cuenta de ellas una vez peladas, saboreando su exquisitez y la oportunidad de las mismas.

Y tan ensimismados debíamos estar saboreando aquellas castañas que, sin darnos cuenta, nuestros pasos se enfilaron distraídamente, sin previo acuerdo, hacia un parque de la ciudad donde, aquí sí, el otoño había hecho su trabajo a condición y dejaba sentir su presencia de manera contundente.

Pero, de pronto, nuestros pasos se detuvieron porque, abstraídos como estábamos en nuestras conversaciones y en la contemplación del otoñal paisaje que se nos mostraba al frente en toda su generosidad expresiva, no habíamos sido conscientes de que el camino por el que transitábamos se bifurcaba allí mismo. Y tomar una u otra dirección, uno u otro recorrido, requeriría algún acuerdo previo.

Sin embargo, el paisaje nos resultaba tan grato en aquel punto de la ruta, el trayecto había devenido tan espectacular y el marco que divisábamos a nuestro alrededor era tan evocador, que decidimos acercarnos hasta un banco cercano, y permanecer allí sentados en medio del parque con nuestras manos entrelazadas y mirándonos a los ojos mientras nos contábamos los quehaceres del día; con el otoño remarcando todo aquel entorno de colorido variopinto.

Entretanto, en los árboles cercanos comenzaba a escucharse, yendo en progresivo aumento, el griterío de la pajarería que hasta ellos acudía para pasar la noche; y que no cesaría hasta que la oscuridad de la noche lo cubriese todo y no quedase ningún mínimo resquicio de luz.

María y yo, decidimos al cabo de algún rato abandonar el parque y, con la retina impresionada por todo el colorido observado, vivir apasionadamente en la intimidad nuestro particular otoño.

© J. Javier Terán.